Eres dueña de mi historia. Nadie, como tú, ha descubierto la composición íntima de mi ajayu.
Ese material intangible de que está hecho el amor, el miedo, la inteligencia, la alegría y la ira, el dolor, la razón y los sentimientos, como dirían mis abuelos del Tiwanaku o el sentido, es decir la fuerza, la pasión, el entendimiento, la decisión, la paciencia y la tristeza, como
sostenían los tuyos, los invencibles vikingos .
En fin, ateos convictos, tenemos algo más sutil que el espíritu, para explicar nuestra identidad profunda, esencial. Ese “soplo” que nos hace diferentes e iguales, al mismo tiempo. Utilizando esa categoría del lenguaje corriente, sostengo que eres mi hermana del alma, mi otro yo. ¿Qué sino hizo que coincidiéramos en la anécdota?
Antes que nada, para que nadie se confunda, es preciso decir que no somos ni hemos sido amantes. Y no es que ello me parezca justo. ¿Qué nos impedía serlo cuando nos conocimos? Ambos sublimábamos nuestra “misión” en la vida: entregarlo todo a la lucha por el triunfo de nuestra utopía que, entonces, parecía estar concretándose en un tercio de la humanidad, que según sostenían los teóricos ya entraba en la fase de “construcción del comunismo”, habiendo agotado azarosa y heroicamente la transición socialista.
¿Te acuerdas de nuestras reflexiones, a la vera del Danubio, que reflejaba tu hermoso rostro en su espejo azul, mientras los otros disfrutaban del vino y del baile gitano? No cabía espacio para los requiebros íntimos. Cada uno en su trinchera, hasta la victoria
siempre como nos lo enseñara Che. Entonces soñábamos que sería pronto, por lo menos en el curso de nuestras vidas. Y ahora… el vacío amargo y turbio.
Nunca podré explicarme, ni lo intentaré, la sinrazón de no haberte escrito antes. Soy un estúpido egoísta. Esperé un año y pasaron dos, antes de escribirte para agradecerte el mejor de los prólogos de Metáfora insurrecta que, en verdad es la introducción a mi alma.
Tan distante y tan cercana. Debo confesarte que me siento desolado. Nadie de los que me conocen, de mis hermanos, camaradas de medio siglo (o más) de estar juntos en la trinchera y en el sueño común, ha mostrado mayor intimidad y afinidad con mi poesía.
Unos gustan de algún poema o de algunos; otros de ninguno, pero nadie, como tú, puede reconstruir el vuelo de mis versos en la inmensidad del viento que viaja sin avisar dónde.
Pero si sólo fuera eso, tal vez te diría que se requiere de la más perfecta idoneidad crítica para, a la distancia y a sorbos, comprender la esencia de una poesía dispersa y diversa, como mis pasos y, al mismo tiempo, para desvelar la composición de mi voz, aunque no exista una sola palabra que permita descubrir su filiación.
Hoy que, mi entrañable hermano y camarada Carlos Soria Galvarro (Te acuerdas de él, ¿verdad?), me dijo que el lunes entraba a la imprenta el libro Cantares de gesta, poesía revolucionaria de Bolivia, que tú conociste en sus orígenes, quise que fueras tú la primera en
saberlo. Quizá con el sentimiento de culpa por mi silencio criminal, que no tiene redención ni cumpliendo la más dura condena, sin indulto.
Quería decirte que deseaba que leamos juntos, al calor de tu alegría, con los tuyos y los míos, ese libro que es también un desesperado intento de oponerme a la desmemoria no al olvido que hasta es benéfico, sino a esta impunidad con que no recordamos lo que es parte de nuestra vida y biografía. A veces por simple descuido o esperando una oportunidad propicia que nunca llega. Como ahora…
¿Dónde llegará esta carta, ahora que mi ajayu ha quedado viudo de ti?
Sin duda, a mi mismo, como un puñal que mantendrá fresca la herida de mi silencio. Acompañado de tu siempre tierna sonrisa.